Los profesores e investigadores de las universidades y organismos públicos de investigación siempre han tenido que compaginar, como mínimo, su actividad investigadora con la docente y con la gestión administrativa relacionada con ambas actividades básicas. Por otro lado, en el último tercio del pasado siglo se generalizó la llamada “tercera misión” de las universidades, mediante la cual los profesores e investigadores debían implicarse activamente en lograr el uso potencial de sus conocimientos y capacidades fuera del ámbito académico, tanto en el ámbito económico como en el social. Más recientemente, el impacto social de las nuevas tecnologías y de los nuevos descubrimientos científicos ha añadido otra dimensión al quehacer de los científicos: la divulgación científica, a fin de fomentar las vocaciones científicas y de ayudar a la población a comprender estos avances y sus efectos.
Una buena síntesis de esta multidimensionalidad de la actividad científica se describe en el documento The Knowledge Based Economy de la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económico (1996), donde se especifica que en el contexto de la nueva economía del conocimiento, el papel de las universidades y organismos de investigación es contribuir a tres funciones clave: generación del conocimiento -mediante el desarrollo de investigación-, transmisión del conocimiento –mediante la educación y la formación de recursos humanos- y transferencia del conocimiento –mediante la difusión socioeconómica del conocimiento y proporcionando conocimiento para resolver problemas- y se insta a los gobiernos a emprender políticas que faciliten el desarrollo de todas esas dimensiones. Aunque previamente muchos gobiernos ya contemplaban estos enfoques en sus políticas científicas y tecnológicas, sin duda han ido calando progresivamente en la mayoría de los países, tanto desarrollados como en vías de desarrollo.
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